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jueves, 25 de septiembre de 2008
lunes, 15 de septiembre de 2008
Asturias/Asturies
Retomo este mágnifico (y molón) blog para continuar agrandando la, ya de por sí grandiosa, leyenda de la familia Pascual.
Esta vez nos trasladamos a Quinzanas, una aldea de la comarca del Alto Nalón, en Asturias. Allí nos alojamos en una casa rural por cuyos propietarios fuimos, en cierto modo, estafados (el compendio de detalles cutres encontrados en la vivienda es suficiente para dedicarle una entrada propia)
Un perro aburrido de la vida ( aka Señor Perro, aka Meneíllos, aka Sultán) se nos pegó al ojete. Yo nunca confié en él, y por eso le evité en todo momento (por eso, y porque soy un cagao qe tiene miedo de los animales)
Vivimos tropecientosmil aventuras, todas repetas de patetismo, absurdez y broncas familiares generadas por el TomTom. No creo que deba relatarlas todas en este momento. Maybe tomorrow.
P.D: me puse hasta el ojete de comida diariamente, quizá eso es lo que más amé de este viaje (aparte de estar con la familia, claro)
lunes, 6 de agosto de 2007
El pueblo inglés
jueves, 7 de junio de 2007
domingo, 27 de mayo de 2007
opinion de neim
Pues yo, la verdad es que no odio cantar el cumpleaños feliz y si he de ser sincera me produce cierta satisfacción. Debe de ser porque en mi infancia solo recuerdo haber celebrado un cumpleaños, sin embargo asistí a unos cuantos y para mi fueron fiestas muy divertidas en las que uno de los grandes alicientes, era hacer guarrerías con la comida, como mojar las patatas fritas en la coca-cola o meter cacahuetes en los sandwiches... en fin me estoy yendo del tema. ¡¡A mi me gusta cantar el cumpleaños feliz y ademas lo reivindico!!
viernes, 25 de mayo de 2007
Relato de Raúl
Raúl ha ganado un concurso de su instituto con el relato titulado 'El mechero'. Preguntado por si está contento, ha declarado: –Normal o… bueno… sí, normal, no sé–.

El mechero
I Se despertó con la almohada tirada a los pies de la cama y el cuerpo empapado en sudor, un sudor que, frío y maloliente, le bañaba de inmundicia, de decadencia. Había pasado toda la noche sentado en el bar del hotel bebiendo tequilas y comiendo cacahuetes, ahora sentía que la cabeza le iba a estallar. La mucosidad se había endurecido y taponaba casi por completo los orificios nasales, dificultando su respiración, haciendo un molesto ruido al inspirar y al expirar.
Se levantó del colchón con el cuerpo dolorido y fue al baño, donde vació imprecisamente su vejiga, llenando el suelo de un orín de color entre naranja y negro. Mientras hacía todo esto, Carlos no había advertido la presencia de un hombre que le esperaba sentado en la única silla de la habitación. Éste, impecablemente trajeado y con expresión serena, contemplaba la patética escena mientras jugueteaba en su mano con un mechero Zippo; lo encendía una y otra vez, abriendo su tapa superior y cerrándola rápidamente, haciendo ese característico ´click`. Él salió del baño y siguió sin notar la presencia del hombre de traje, en parte por las legañas y la sucia melena que limitaban su visión, en parte por el malestar que sentía y que le aislaba del mundo, por fin se rompió el silencio: "Buenos días, señor C, ¿qué tal ha dormido?"
"Eh, ¿quién eres tú?, ¿qué haces en mi habitación?", respondió Carlos sorprendido y alterado. "Tranquilo, ¿es que ya no reconoces ni a tu padrino?" Evidentemente tenía que ser su padrino de bodas porque ambos aparentaban la misma edad, en torno a los treinta años. "Ah, tú. Déjame solo por favor, sólo quiero apartarme del mundo unos días para aclararme las ideas."
"¿Pero, qué te pasa?, dejaste plantada a Sara en el altar, tu madre casi se desmaya al ver que no venías, y ahora me vienes con que tienes que aclararte las ideas, cuando lo único que has hecho es deambular borracho por la ciudad". Parecía realmente preocupado por su amigo, por cómo éste había tirado toda una vida a la basura sin ninguna razón lógica, como si hubiera tropezado y caído en un hoyo del que no podía salir o, mejor dicho, del que no quería salir. "Que te eligiera como padrino no te convierte en mi verdadero padre, déjame en paz y vete de una vez, ya soy mayor para tomar mis propias decisiones". Mientras pronunciaba estas palabras, se acercó a la puerta y giró el pomo. El padrino abrió la boca, pero la cerró enseguida sin soltar palabra alguna, al comprender que no podía hacer nada para ayudar a su amigo. Se levantó, cogió su chaqueta del respaldo de la silla y se marchó. El desasosiego y la resignación se entremezclaban en su mirada antes de que cerrara la puerta. "Hasta otra", dijo.
II Carlos se desnudó, luego entró en la ducha y dejó caer el agua sobre su cabeza un par de minutos, esperando que arrastrara toda su suciedad y desapareciera por el desagüe. Se vistió con un traje arrugado, a pesar de que tenía una bolsa de viaje en la que guardaba ropa limpia. Después recogió sus escasas pertenencias y cogió la llave de la habitación sobre la mesa, al lado de ella reposaba el mechero olvidado de su amigo. Carlos se adueñó del Zippo con la intención de devolvérselo a su colega en el futuro y advirtió con sorpresa que había un post-it de color rosa pegado bajo él. Sintió como si una fría mano estrujara su corazón al comprobar que la caligrafía de la nota era idéntica a la de su prometida, ¿cómo podía olvidar esas letras tan redondeadas y juntas unas de otras, esas íes con pequeñas circunferencias por puntos?. De pronto se le agolparon en la mente multitud de recuerdos, de buenos recuerdos que jamás debía haber olvidado, de momentos de verdadera felicidad al lado de Sara, de cientos de motivos para haberse casado con ella. Al instante recapacitó y rompió a llorar; se había dado cuenta de lo que había perdido por culpa del miedo y de la inseguridad, del olvido y la inconsciencia. La herida que había causado a su amada era probablemente demasiado profunda como para ser sanada en tan poco tiempo. ¿Por qué lo había hecho, por qué había dejado a todos esperándole? Ni él mismo lo sabía, quizás el temor de no estar a la altura, el miedo al fracaso, a no ser capaz de devolver a Sara todo lo que ésta le había dado y daba por él. Sin duda Carlos se había sentido muy pequeño durante mucho tiempo.
Dejó de nuevo el mechero en la mesa y soltó la bolsa que sostenía en la mano. Con lágrimas en los ojos se sentó en la cama de la habitación, encendió la radio y giró la ruedecita en busca de una frecuencia que pudiera apagar su dolor, paró cuando oyó una canción que le gustaba. Cerró los ojos y olvidó por unos minutos el mundo exterior, su mente y la música se quedaron a solas unos instantes, calladas y a oscuras.
Gotas de aguas salpicaban la ventana y se deslizaban por el cristal, cada vez con más fuerza, cada vez con más frecuencia. En las aceras las personas abrían los paraguas, cubrían sus cabezas y daban dos pasos donde antes sólo daban uno, chocándose y amontonándose en cada cruce. Los coches se ponían nerviosos, ignoraban los discos ámbar y olvidaban los rojos. Cuando se acerca una tormenta algo se altera en el interior de la gente, está en los genes, está en el alma.
Carlos despegó los párpados y dirigió su mirada al reloj, 16:40, se había quedado dormido. En la radio informaban ahora de las lluvias y de los atascos, recomendaban no salir de casa, venían truenos y relámpagos. De nuevo los recuerdos y los remordimientos atacaron a Carlos, quien se dio cuenta, avergonzado, de que no había llegado a leer la nota rosa.
AÚN HAY TIEMPO PARA ARREGLAR LO NUESTRO, TE ESPERARÉ UNA ÚLTIMA VEZ Y CERRARÉ LA HERIDA QUE ME HAS HECHO. HASTA LAS CINCO, DESPUÉS ME HABRÉ IDO Y NO VOLVERÁS A VERME. HOTEL SIRIA, HABITACIÓN 815. P.D: Y A PESAR DE TODO, TE QUIERO.
III "Aún hay tiempo" esta frase resonaba dentro de Carlos, una y mil veces se repitió en menos de un segundo, siempre hablada por la dulce voz de su amada. Sus ojos se habían iluminado y su corazón marchaba al ritmo del aleteo de un colibrí, exhalaba felicidad por cada centímetro de su cuerpo. Su euforia se vio interrumpida con un leve giro de muñeca, 16:50, se le heló la sangre. Tomó aire y lo soltó lentamente por la boca, después salió de la habitación y atravesó a toda prisa el corredor. Mientras bajaba las escaleras Carlos repasó mentalmente su ruta hacia el Hotel Siria, tendría que llegar al parque, cruzarlo, recorrer una larga avenida y girar a la derecha en la décima bocacalle. Si corría era probable que llegara a tiempo, aunque sería mejor que cogiera un taxi. Sus cábalas terminaron cuando chocó con una familia de turistas que subían hacia su apartamento empapados de pies a cabeza, "Disculpen", dijo. La alfombra de la recepción del hotel estaba mojada y sucia, tras la puerta de cristal se vislumbraba la densa lluvia, que había formado un pequeño lago entre el bordillo y la calzada. En estos momentos los transeúntes se resguardaban en los portales de las casas y se refugiaban donde podían. Nadie se atrevía a exponerse a un aguacero tan fiero, esperaban a la calma que sigue a toda tormenta. Vehículos semiinmóviles, limpiaparabrisas bailando, pitidos inútiles y desesperados. Carlos se dio cuenta de que le sería imposible ir en taxi, se colocó el cuello de la chaqueta como una capucha improvisada, como imitando a un jorobado, y salió en busca de su destino. Corriendo con las zapatillas encharcadas y el cuerpo bañado en lluvia cruzó el parque. Cada poco tiempo se llevaba la mano a la frente, se apartaba el flequillo mojado y se secaba el rostro con la manga de la camisa, pero al cabo de unos segundos el pelo volvía caer sobre sus ojos y su cara seguía húmeda. Tras cinco angustiosos minutos Carlos logró distinguir entre las líneas verticales un letrero de neón rojo, Hotel Siria. La ciudad estaba en blanco y negro, pero esas luces rojas rompían la monotonía del paisaje, quebraban el pesimismo, daban esperanza. Carlos fijó su objetivo en la entrada del hospedaje y se dispuso a cruzar la calle que le separaba de ella. El hombrecillo verde parpadeaba y amenazaba con desaparecer, pero eso no importaba cuando iba al encuentro de su amada, en busca de la felicidad. El ruido ensordecedor de la lluvia, incesante, desesperante acallaba todo lo demás. Carlos puso un pie en la calzada, luego otro. Sentada en la cama, Sara contemplaba el reloj sobre la mesilla de noche. Esperaba, como había esperado no hace mucho tiempo, pero esta sería la última vez, daría su última oportunidad al amor, no sería tan estúpida de vivir toda su vida aferrada a una ilusión que sabía que era falsa. Comprobó en su bolso lo que parecía un billete de avión, de un vuelo programado para hoy. Se acercó a la ventana y vio a un numeroso grupo de personas arremolinadas entorno a un coche en un paso de cebra, era un accidente, un atropello. Aunque era imposible distinguir a la víctima por toda la lluvia y la gente, sí pudo ver la sangre extendiendo su rojura por el pavimento. "Pobre desgraciado" pensó Sara. Un pitido captó su atención, 17:00, era la hora acordada. Se asomó al pasillo y no vio a nadie, una lágrima se deslizó por su mejilla y cayó en la moqueta. Volvió a su habitación y esperó otra hora, muchas más lágrimas recorrieron su cara. Una parte de ella dudaba, quizá no ha leído la nota, puede que le haya pasado algo. La otra le decía que no fuera ingenua, que se fuera y olvidara, que olvidara a Carlos, que olvidara el amor. Sara hizo caso a esta última, puso un pie fuera de la habitación, luego otro y salió en busca de su destino. Al pisar la acera levantó la mano para llamar la atención de un taxi que, providencialmente, pasaba por aquella calle. "¿Adonde vamos?" preguntó el taxista. "Al aeropuerto" respondió mientras colocaba su falda para poder sentarse. Pegó la cara a la ventanilla y se vio deslumbrada por un reflejo metálico. El coche arrancó, pero sus ojos no dejaron de mirar aquel objeto, un mechero Zippo que flotaba en un charco de sangre. Raúl Suárez

El mechero
I Se despertó con la almohada tirada a los pies de la cama y el cuerpo empapado en sudor, un sudor que, frío y maloliente, le bañaba de inmundicia, de decadencia. Había pasado toda la noche sentado en el bar del hotel bebiendo tequilas y comiendo cacahuetes, ahora sentía que la cabeza le iba a estallar. La mucosidad se había endurecido y taponaba casi por completo los orificios nasales, dificultando su respiración, haciendo un molesto ruido al inspirar y al expirar.
Se levantó del colchón con el cuerpo dolorido y fue al baño, donde vació imprecisamente su vejiga, llenando el suelo de un orín de color entre naranja y negro. Mientras hacía todo esto, Carlos no había advertido la presencia de un hombre que le esperaba sentado en la única silla de la habitación. Éste, impecablemente trajeado y con expresión serena, contemplaba la patética escena mientras jugueteaba en su mano con un mechero Zippo; lo encendía una y otra vez, abriendo su tapa superior y cerrándola rápidamente, haciendo ese característico ´click`. Él salió del baño y siguió sin notar la presencia del hombre de traje, en parte por las legañas y la sucia melena que limitaban su visión, en parte por el malestar que sentía y que le aislaba del mundo, por fin se rompió el silencio: "Buenos días, señor C, ¿qué tal ha dormido?"
"Eh, ¿quién eres tú?, ¿qué haces en mi habitación?", respondió Carlos sorprendido y alterado. "Tranquilo, ¿es que ya no reconoces ni a tu padrino?" Evidentemente tenía que ser su padrino de bodas porque ambos aparentaban la misma edad, en torno a los treinta años. "Ah, tú. Déjame solo por favor, sólo quiero apartarme del mundo unos días para aclararme las ideas."
"¿Pero, qué te pasa?, dejaste plantada a Sara en el altar, tu madre casi se desmaya al ver que no venías, y ahora me vienes con que tienes que aclararte las ideas, cuando lo único que has hecho es deambular borracho por la ciudad". Parecía realmente preocupado por su amigo, por cómo éste había tirado toda una vida a la basura sin ninguna razón lógica, como si hubiera tropezado y caído en un hoyo del que no podía salir o, mejor dicho, del que no quería salir. "Que te eligiera como padrino no te convierte en mi verdadero padre, déjame en paz y vete de una vez, ya soy mayor para tomar mis propias decisiones". Mientras pronunciaba estas palabras, se acercó a la puerta y giró el pomo. El padrino abrió la boca, pero la cerró enseguida sin soltar palabra alguna, al comprender que no podía hacer nada para ayudar a su amigo. Se levantó, cogió su chaqueta del respaldo de la silla y se marchó. El desasosiego y la resignación se entremezclaban en su mirada antes de que cerrara la puerta. "Hasta otra", dijo.
II Carlos se desnudó, luego entró en la ducha y dejó caer el agua sobre su cabeza un par de minutos, esperando que arrastrara toda su suciedad y desapareciera por el desagüe. Se vistió con un traje arrugado, a pesar de que tenía una bolsa de viaje en la que guardaba ropa limpia. Después recogió sus escasas pertenencias y cogió la llave de la habitación sobre la mesa, al lado de ella reposaba el mechero olvidado de su amigo. Carlos se adueñó del Zippo con la intención de devolvérselo a su colega en el futuro y advirtió con sorpresa que había un post-it de color rosa pegado bajo él. Sintió como si una fría mano estrujara su corazón al comprobar que la caligrafía de la nota era idéntica a la de su prometida, ¿cómo podía olvidar esas letras tan redondeadas y juntas unas de otras, esas íes con pequeñas circunferencias por puntos?. De pronto se le agolparon en la mente multitud de recuerdos, de buenos recuerdos que jamás debía haber olvidado, de momentos de verdadera felicidad al lado de Sara, de cientos de motivos para haberse casado con ella. Al instante recapacitó y rompió a llorar; se había dado cuenta de lo que había perdido por culpa del miedo y de la inseguridad, del olvido y la inconsciencia. La herida que había causado a su amada era probablemente demasiado profunda como para ser sanada en tan poco tiempo. ¿Por qué lo había hecho, por qué había dejado a todos esperándole? Ni él mismo lo sabía, quizás el temor de no estar a la altura, el miedo al fracaso, a no ser capaz de devolver a Sara todo lo que ésta le había dado y daba por él. Sin duda Carlos se había sentido muy pequeño durante mucho tiempo.
Dejó de nuevo el mechero en la mesa y soltó la bolsa que sostenía en la mano. Con lágrimas en los ojos se sentó en la cama de la habitación, encendió la radio y giró la ruedecita en busca de una frecuencia que pudiera apagar su dolor, paró cuando oyó una canción que le gustaba. Cerró los ojos y olvidó por unos minutos el mundo exterior, su mente y la música se quedaron a solas unos instantes, calladas y a oscuras.
Gotas de aguas salpicaban la ventana y se deslizaban por el cristal, cada vez con más fuerza, cada vez con más frecuencia. En las aceras las personas abrían los paraguas, cubrían sus cabezas y daban dos pasos donde antes sólo daban uno, chocándose y amontonándose en cada cruce. Los coches se ponían nerviosos, ignoraban los discos ámbar y olvidaban los rojos. Cuando se acerca una tormenta algo se altera en el interior de la gente, está en los genes, está en el alma.
Carlos despegó los párpados y dirigió su mirada al reloj, 16:40, se había quedado dormido. En la radio informaban ahora de las lluvias y de los atascos, recomendaban no salir de casa, venían truenos y relámpagos. De nuevo los recuerdos y los remordimientos atacaron a Carlos, quien se dio cuenta, avergonzado, de que no había llegado a leer la nota rosa.
AÚN HAY TIEMPO PARA ARREGLAR LO NUESTRO, TE ESPERARÉ UNA ÚLTIMA VEZ Y CERRARÉ LA HERIDA QUE ME HAS HECHO. HASTA LAS CINCO, DESPUÉS ME HABRÉ IDO Y NO VOLVERÁS A VERME. HOTEL SIRIA, HABITACIÓN 815. P.D: Y A PESAR DE TODO, TE QUIERO.
III "Aún hay tiempo" esta frase resonaba dentro de Carlos, una y mil veces se repitió en menos de un segundo, siempre hablada por la dulce voz de su amada. Sus ojos se habían iluminado y su corazón marchaba al ritmo del aleteo de un colibrí, exhalaba felicidad por cada centímetro de su cuerpo. Su euforia se vio interrumpida con un leve giro de muñeca, 16:50, se le heló la sangre. Tomó aire y lo soltó lentamente por la boca, después salió de la habitación y atravesó a toda prisa el corredor. Mientras bajaba las escaleras Carlos repasó mentalmente su ruta hacia el Hotel Siria, tendría que llegar al parque, cruzarlo, recorrer una larga avenida y girar a la derecha en la décima bocacalle. Si corría era probable que llegara a tiempo, aunque sería mejor que cogiera un taxi. Sus cábalas terminaron cuando chocó con una familia de turistas que subían hacia su apartamento empapados de pies a cabeza, "Disculpen", dijo. La alfombra de la recepción del hotel estaba mojada y sucia, tras la puerta de cristal se vislumbraba la densa lluvia, que había formado un pequeño lago entre el bordillo y la calzada. En estos momentos los transeúntes se resguardaban en los portales de las casas y se refugiaban donde podían. Nadie se atrevía a exponerse a un aguacero tan fiero, esperaban a la calma que sigue a toda tormenta. Vehículos semiinmóviles, limpiaparabrisas bailando, pitidos inútiles y desesperados. Carlos se dio cuenta de que le sería imposible ir en taxi, se colocó el cuello de la chaqueta como una capucha improvisada, como imitando a un jorobado, y salió en busca de su destino. Corriendo con las zapatillas encharcadas y el cuerpo bañado en lluvia cruzó el parque. Cada poco tiempo se llevaba la mano a la frente, se apartaba el flequillo mojado y se secaba el rostro con la manga de la camisa, pero al cabo de unos segundos el pelo volvía caer sobre sus ojos y su cara seguía húmeda. Tras cinco angustiosos minutos Carlos logró distinguir entre las líneas verticales un letrero de neón rojo, Hotel Siria. La ciudad estaba en blanco y negro, pero esas luces rojas rompían la monotonía del paisaje, quebraban el pesimismo, daban esperanza. Carlos fijó su objetivo en la entrada del hospedaje y se dispuso a cruzar la calle que le separaba de ella. El hombrecillo verde parpadeaba y amenazaba con desaparecer, pero eso no importaba cuando iba al encuentro de su amada, en busca de la felicidad. El ruido ensordecedor de la lluvia, incesante, desesperante acallaba todo lo demás. Carlos puso un pie en la calzada, luego otro. Sentada en la cama, Sara contemplaba el reloj sobre la mesilla de noche. Esperaba, como había esperado no hace mucho tiempo, pero esta sería la última vez, daría su última oportunidad al amor, no sería tan estúpida de vivir toda su vida aferrada a una ilusión que sabía que era falsa. Comprobó en su bolso lo que parecía un billete de avión, de un vuelo programado para hoy. Se acercó a la ventana y vio a un numeroso grupo de personas arremolinadas entorno a un coche en un paso de cebra, era un accidente, un atropello. Aunque era imposible distinguir a la víctima por toda la lluvia y la gente, sí pudo ver la sangre extendiendo su rojura por el pavimento. "Pobre desgraciado" pensó Sara. Un pitido captó su atención, 17:00, era la hora acordada. Se asomó al pasillo y no vio a nadie, una lágrima se deslizó por su mejilla y cayó en la moqueta. Volvió a su habitación y esperó otra hora, muchas más lágrimas recorrieron su cara. Una parte de ella dudaba, quizá no ha leído la nota, puede que le haya pasado algo. La otra le decía que no fuera ingenua, que se fuera y olvidara, que olvidara a Carlos, que olvidara el amor. Sara hizo caso a esta última, puso un pie fuera de la habitación, luego otro y salió en busca de su destino. Al pisar la acera levantó la mano para llamar la atención de un taxi que, providencialmente, pasaba por aquella calle. "¿Adonde vamos?" preguntó el taxista. "Al aeropuerto" respondió mientras colocaba su falda para poder sentarse. Pegó la cara a la ventanilla y se vio deslumbrada por un reflejo metálico. El coche arrancó, pero sus ojos no dejaron de mirar aquel objeto, un mechero Zippo que flotaba en un charco de sangre. Raúl Suárez
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